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viernes, 7 de mayo de 2010

La muerte en venecia// Thomas Mann


Imagen tomada de: http://www.google.com.mx/imgres?imgurl=http://ecx.images-amazon.com

THOMAS MANN Y LA MUERTE EN VENECIA
Thomas Mann, el autor de La muerte en Venecia (1912) realiza una lectura de su contexto histórico interpretando su contemporánea realidad, a partir de los sucesos acaecidos en el transcurso de la historia. Además, la forma en que está escrita y estructurada juega un papel fundamental a la hora de analizar el significado o el porqué de una novela puesto que Mann comienza abusando de los adjetivos, haciendo hincapié en una enumeración profusa, que sobrecarga la lectura y será más adelante cuando se disfrute del ambiente creado, de los pensamientos intuidos , del deseo latente, de la soledad disfrutada y del final triste pero impuesto por su propia voluntad, en esa ciudad pútrida, de aire irrespirable.
La muerte en Venecia fue publi¬cada en 1912, basta considerar por un momento los cambios ocasionados en la atmós¬fera espiritual de Europa por el curso de los acontecimien¬tos históricos durante ese periodo, y las repercusiones que esos cambios no pudieron dejar de haber tenido sobre las actitudes íntimas del escritor. En efecto, Thomas se vio muy afectado por las perturbaciones de un mundo cuya hostilidad a los valores que él apreciaba y por los que él vivía iba creciendo de con¬tinuo.
En cierto modo la presión de los acontecimientos históri¬cos y la fidelidad que, en medio de la tempestad, mantuvo Thomas Mann a los delicados valores de la tradición cultu¬ral europea se encuentran cifrados en el contraste y, sin embargo, radical congruencia de esta novela.
Cuando su autor escribió La muerte en Venecia, apenas transcurrida la primera década del siglo XX, se estaban apurando las postrimerías de la belle époque, y poco falta¬ba para que estallase la primera guerra mundial. En 1930, fecha de Mario y el mago, el fascismo —invento italiano que durante muchos años había sido un fenómeno y casi una ridícula curiosidad local— iba a explotar desquiciando el planeta, al surgir ahora, impetuoso y amenazador, en Ale¬mania: las hordas de Hitler ganaban las elecciones al Reichstag. Hay que entender cada una de estas narraciones colocada en su momento y sazón: de la belle époque a una época cargada de angustiosas aprensiones.
La interpretación cinematográfica que Luchino Visconti hizo de La muerte en Venecia es atinada, y refleja bien, incluso exagerado, el sentimiento de madurez ya decadente que impregna las páginas del libro. No por casualidad había elegido el autor de éste la ciudad de Venecia como lugar para la acción de su novela. Ya desde el tiempo de su poderío político, para no hablar de su posterior decadencia, la república vene¬ciana se había erigido en símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; el hálito de esa irresistible belleza letal.

En comparativo, no resulta complejo imaginar a Thomas Mann, el escritor reconocido, el aclamado novelista de Buddenbrooks, sumido en una crisis espiritual de conciencia y de creati¬vidad como aquella en que presenta a su personaje, Aschen¬bach, huyendo imaginativamente hacia esa especie de muerte deliciosa que está en Venecia, que es Venecia. Pues si el modelo de Gustav Aschenbach fue el músico Gustav Mahler, no por eso representa menos al escritor mismo, al autor de la novela.
En toda obra literaria hay, como es obvio, inevitable y de todos sabido, un reflejo de la personalidad que la ha producido; y si la obra es de carácter narrativo ocurre con mucha frecuencia que el lector ingenuo interprete lo narrado en ella como si fuese un relato autobiográfico. Algo de autobiografía se da, de cualquier modo, en toda novela; pero el reflejo de la realidad personal del hom¬bre que escribió el libro puede ser directo, o desviado por quién sabe cuántas refracciones; delatar y reproducir en algunos casos hechos concretos, externos y objetivos de su vida, o bien sus emociones íntimas, sus frustraciones, anhelos, temores, fantasías y ensueños.

El protagonista de La muerte en Venecia es, al comienzo, un claro y delibe¬rado trasunto, un autorretrato en sesgo irónico del escri¬tor que «había aprendido a representar el papel de hom¬bre importante» y que administraba su fama manteniendo una correspondencia con gentes selectas, es decir, del pro¬pio autor, tal cual se veía en el espejo de su imaginación creadora.

Los críticos han reconocido en efecto que los rasgos profesionales, sociales y familiares del personaje ficticio reproducen con sólo leves cambios, y muy deliberada¬mente, los del hombre que lo concibiera: este personaje, Aschenbach, es un escritor de nombre y prestigio ya esta¬blecidos (recuérdese que Buddenbrooks, publicado en 1901, había colocado a Mann en posición tal), hijo de un bur¬gués alemán y de una madre de estirpe extranjera, y que padece luchas internas en el proceso creativo que, según aparecen expuestas en el texto, tienen el son inconfundi¬ble de una experiencia real trasladada al terreno de la fic¬ción. Era práctica constante de nuestro novelista y constituía su técnica, la de apoyar el relato, que debía alcanzar un alto grado de complejidad simbó¬lica, sobre hechos observados con fría y objetiva sobrie¬dad, estableciendo así el tránsito desde el realismo que prevalecía aún al iniciarse él en las letras hacia las corrien¬tes renovadoras que, por aquel entonces, estaban supe¬rando en todas partes ese realismo. Una vez trazado el retrato de Aschenbach a base de su propia imagen (con unos toques, si se quiere, de la figura de Mahler, lanzará al personaje en su fuga en pos de la muerte, que es sin duda una fuga del escritor, conducido por la fantasía, tras algún inconcreto deseo reprimido para alcanzar en el trayecto de este viaje imaginario, de este vuelo poético, la percepción de signos trascendentales que apuntan a una esfera superior del espíritu.

LOS SIGNOS EN LA MUERTE EN VENECIA
¿Cuáles son esos signos? Con esta pregunta ingresa¬mos ya en el campo de la invención literaria, donde Thomas Mann es maestro. Un examen atento de la composi¬ción de su libro nos revela los recursos técnicos puestos por él enjuego para infundir en nosotros el estado de áni¬mo que nos predisponga a acompañarle y entrar a su lado, o de su mano, en la dicha esfera de altas significaciones. Las intimaciones de muerte se hacen sentir desde muy pronto. El escritor reputado y respetado, «aburguesado», y ahora ennoblecido, que es Gustav von Aschenbach se ha detenido, durante un paseo, a esperar un tranvía jun¬to al cementerio, todo lo cual no es sino cotidiano y corriente. Parecería serlo también, pero ya, sin embargo, con una nota de extrañeza, el que durante su distraída espera vea salir del pórtico del cementerio a un hombre en atuendo deportivo y aspecto extranjero que ensegui¬da atrae su atención y le da una sensación fantasmal. Ese encuentro será el resorte que, por lo pronto, dispara al pro¬tagonista hacia lo ignoto de la aventura (una aventura moderada de momento, burguesa todavía, de excursión veraniega a una playa mediterránea). Pero durante el via¬je, y cuando ya el veraneante ha decidido dirigirse a Venecia, una nueva aparición turbadora, molesta e igualmen¬te fantasmal surge ante sus ojos: la del viejo verde que, a primera vista, confundió por sus movimientos, actitud y conducta con un joven entre otros, pero que enseguida muestra ser un anciano sin dignidad, vejestorio repug¬nante, maquillado, que zascandilea y termina por embria¬garse. Esta figura, que desempeña, como la del viajero en el cementerio, un papel sólo accesorio, pues nunca más vuelve a aparecer en la narración, prefigura su propio des¬tino, ya que más adelante, enamorado del adolescente pola¬co, Aschenbach se dejará teñir el pelo y maquillar la cara por un barbero oficioso. Son espejos perversos que dis¬torsionan y exageran su fisonomía, no tanto física como moral, de igual manera que lo será, hacia el final, el direc¬tor del grupo de músicos mendigos, caricatura viviente del artista con su azorante combinación de genialidad y vileza, de superior fascinación e invencible repulsa.
Junto a estos símbolos, son otros muchos los que usa Mann, siempre con la misma técnica de apoyarse en los objetos de la realidad más comprobable o, siquiera, pro¬bable. Así, por ejemplo, la góndola que, un poco en con¬tra de su voluntad y bajo resignada protesta, lo transpor¬ta al Lido, «negra, como sólo pueden serlo, entre todas las cosas, los ataúdes», hace pensar al viajero en la noche som¬bría, en el ataúd y en el último viaje silencioso, y es cla¬ra referencia a la barca de Garante bogando hacia la lagu¬na Estigia. Y no hay que olvidar por otra parte que el propio apellido de Aschenbach significa, literalmente, «arroyo de cenizas», alusión al destino postrero del hombre que en la corriente de su vida lleva anticipada ya la muerte infali¬ble.
Vendrá luego la contaminación, la epidemia, el mal olor, la pesadilla que agotará sus fuerzas. Hasta esa fru¬ta, demasiado madura y blanda, que va a transmitirle el germen mortífero puede valer como un símbolo de su caída. De esta manera, con meditado y calculado arte en el que oportunamente se hace entrar la cita de Platón en cuanto estímulo intelectual para una reflexión del ar¬tista acerca de la esencia del erotismo que le ha invadido, expresa en fin la obra el proceso Dionisiaco desde lo razonable-burgués hasta la exaltación estética encarnada y con¬vertida en transporte vital que, por paradoja, no tendrá otra salida que la de la muerte.
La lealtad de Thomas Mann a los valores más altos del espíritu se manifiesta en esta preciosa novela como com¬promiso con las tendencias literarias de su momento his¬tórico, que era —dicho queda— el de unas prolongadas pos¬trimerías de la belle époque. Pero la calma casi extática de ese momento, que tanto se prestaba al cultivo y floreci¬miento de una delicada, sensible y refinadísima melanco¬lía, era preludio de la tormenta en ciernes.

Bibliografía:
Lukács, Georg; Thomas Mann; tr. Jacobo Muñoz. España: Grijalbo, 1969.
Mann, Thomas; La Muerte en Venecia, España, Edhasa, 2008.

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